La luz de Nápoles

Extracto del Libro del Viajero, Cap.2, Pag. 14, 15 y 16.

[...] y fue cuando me iba a calzar la mochila sobre mi espalda para escapar del tren que me di cuenta que mi pequeña chapa amarilla se hallaba en el suelo bajo el asiento.

Llegué a Nápoles de noche un 14 de noviembre. Una ciudad repleta de tópicos se me presentaba ante mis pies con las aceras mojadas por la lluvia, cielo turbio y una miedosa luna. Más consciente de mí mismo al pasarme una Vespa por delante de mis narices observé que el caos gobernaba el tránsito central de la antigua urbe. Las bocinas discutían y la ambulancia entonaba de fondo su conocido cántico más bien dramático.
Oscura como Gotham City, ésta se se encuentra bajo una cúpula permanente de nubes y posee una noche única en su especie. Callejones más negros que los sobacos de los grillos y de un canguelo frío como el hielo, la ausencia se palpa en la falta del vapor típico que de las cloacas se evapora hasta inundar esos rincones oscuros de las pelis. Los gigantes de piedra que te rodean son robustos, austeros y teñidos de una espesa capa de polvo gris que hasta les da un agradable toque personal. Las ropas y sábanas incoloras en la oscuridad cuelgan desde lo alto como las cortinas de un palacio abandonado por la luz y la basura que cubre las esquinas hace pensar en que el aparato excretor no le funciona muy bien a esta ciudad. Cuando caminas solo existe el miedo si. Pero se da el marco ideal para la aparición de algún superhéroe. Si es que que los hay.

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Llegué a Nápoles de noche un 14 de noviembre. Era evidente que la ciudad goza de una vida interior insuperable. Nunca había visto unas manos como las de aquel pizzero del escueto negocio donde fuimos a comprarlas. Piruetas y golpes a una masa que ya por sí sola producía hambruna. El pomodoro, la mozzarela y ese horno de leña me hicieron creer en que allí se podrían estar haciendo las mejores pizzas del mundo.
La calle estaba llena de gente, de garitos, de Limoncello, cerveza Peroni incluso belenes. Todo era italiano allí: la comida, las callejuelas adoquinadas y las Vespino pululando como moscas. Curioso bullicio el del sábado por la noche. Peculiar ciudad en el sur.
No todo es oscuridad. Siempre hay héroes y heroínas invisibles a los ojos vizcos del mundo. Aquellos que saben rescatar la luz innata en todo lo que nos rodea y la adecuan al presente diario -como el buen médico con su más complejo paciente- se convierten en defensores del auténtico bien. En artistas de lo mundano.

Soy amigo de la luz de Nápoles desde que tenía 4 años.

La fábula del león alado

Existe una escultura de bronce muy grande, fría y feroz que representa a un gran león alado, símbolo de Venecia, situada frente el mar. Imponente como ella sola, guarda la costa con su dura piel oscura divisando el horizonte más allá de las demás islas.

Cuenta la leyenda que, siendo la ciudad más joven, un león dominaba las aguas de la laguna con su majestuosa porte felina. Su tamaño era colosal, su fuerza equivalía a la de mil hombres y en sus ojos ardía una inmortal tormenta salvaje. De su largo lomo dorado le crecían dos grandes alas emplumadas con las que surcaba los aires de la pequeña región y se movía así de isla en isla. Vivía tranquilamente allá donde se le antojaba pues era amigo de todos los habitantes de la zona. Cada semana una familia distinta le cocinaba grandes manjares para saciar su gran apetito. El león alado les protegería cuando en tiempos de guerra el archipiélago en peligro se pusiera, así que debían ser buenos y amables con él. Ningún enemigo o invasor había puesto un pie en Venecia, ya que si algún violento barco se aproximaba más de la cuenta sus pesadas garras caerían sobre él. Conocida era en todo el Adriático su temible ira y su eterna valentía.
Un buen día de otoño, poco antes de que el invierno hiciera caer las últimas hojas secas de los árboles, nuestro león se encontraba durmiendo entre unas rocas cerca del margen oriental de la isla. Había hecho una tarde extraña, se habían levantado vientos desagradables que llegaban del interior del mar y el cielo se cubría de espesas nubes grisáceas que intentaban comerse lo poco que quedaba del azul matinal. Se hizo la noche y unas manchas más oscuras que el propio cielo aparecieron en el horizonte. Arcas hechas de madera negra y hierro forjado se acercaron a Venecia con la velocidad del rayo y dispararon flechas contra los guardacostas. Con el rugido de las olas, las afiladas zarpas de león se avalanzaron desde las alturas causando estragos entre los corsarios negros. La gran bestia plantaba cara a todos los barcos a la vez y era como si una enorme tempestad luchara por derribar a los intrusos con una furia sin igual. Las naves emprendieron una huida desesperada y fue entonces cuando apareció del interior del buque principal una dama alta, de piel blanca y largos cabellos oscuros que proyectó desde su vara metálica un haz de luz roja atravesando al animal. Ella habló en voz alta y le dijo: -Eres preso de mi maldición. Cada vez que a un hombre quites la vida tu cuerpo se ira convirtiendo poco a poco en bronce. ¡Así dará fin tu gobierno en las islas!
Las naves enemigas desaparecieron esa misma noche y el león quedó tendido en el suelo de la gran plaza. Cansado y dolorido, estuvo varios días bajo el cuidado de los alquimistas de la ciudad pero no consiguieron que disminuyese su agonía. Pasaron un par de semanas y el cielo se volvió a encapotar, todo volvió a oscurecerse y un viento huracanado traía ahora una lluvia fría y abundante. Arcas negras se abalanzaron contra las defensas destruyendo todo a su paso y quemando todo aquello que podían. Intentaron impedirlo pero el león echó a volar sobre los tejados con sus huesos ardiendo y sus ojos sufriendo por todo lo que veía. Más feroz que nunca fue exterminando uno por uno a todos los que gozaban viendo arder la ciudad, barco por barco sembrando su locura, corría y corría, volaba, mordía, rugía, nada se le interponía. Su cuerpo se lamentaba poco a poco, se ennegrecía, su piel se endurecía y sus ojos se apagaban. Cada vez le costaba más moverse, el dolor le retorcía las entrañas pero continuaba protegiendo la ciudad. Los niños refugiados tras sus ventanas veían ahora a un demonio de metal oscuro terrorífico e implacable que hacía hundir la madera y flotar los cañones. Agonizaba, moría lentamente con sus venas de cobre fundido que paralizaban sus pezuñas como un veneno mortal. La lluvia evaporandose sobre su lomo alado lo envolvía en una niebla de odio y miedo. Hasta el último de los asaltantes venció y derribó hasta que cayó finalmente en la cubierta del gran buque negro derrotado y malherido. Casi inconsciente, inmóvil y helado quedó el león frente los pies de la superviviente. La Bruja del Este, aun malvada, se encontraba asustada por el valor y fuerza que la bestia había mostrado. Clavó su horrible arma punzante es su estómago y echó al aire la típica risa malévola de la maligna victoria. Las llamas que lucharon contra la lluvia conseguían devorar la ciudad y alumbraban la escena reflejandose en el cuerpo del caído y en los ojos de la Bruja que se disponía ahora a entrar en Venecia. El viento cambió, la luna se asomó entre las nubes y una forma casi de cristal con reflejos blanquecinos y roja como el fuego se descubrió de entre las sombras y se interpuso frente la malvada hechicera. Aun le quedaba una vida por quitar antes de que se llevaran la suya. La sombra y la llama zambulleron a la Bruja en el mar y allí encontró su final entre las fauces de un león.

La paz reinaría por siempre en el lugar. Una gran escultura de bronce oscura y verdosa como las aguas fue rescatada del fondo del mar y situada en la orilla oriental de la isla. El sacrificio de un valiente haría retroceder hasta el más ruin de los villanos.



Si alguna noche de luna llena caminas por Venecia cuando reine el silencio mira de vez en cuando los tejados, pues dicen que trae buena suerte encontarse recortada en el cielo la silueta alada de una gran figura. Y recuerda que, aun siendo doloroso, vale la pena luchar por aquello que más quieres.

Nublada con Satie

Había un piano en una alcoba de un pequeño piso cerca de la torre del reloj en San Marco. La casa era enmoquetadamente antigua, sus paredes empapeladamente barrocas y su luz era, cómo decirlo, tizianamente oscura. En ella habitaba un alto pianista que había ido perdiendo poco a poco el sentido de la vista con la edad. Pasados los 50 cayó finalmente en el pozo negro de la absoluta ceguera donde, por suerte, no se lastimó su noble afición por la música.
Murmuraban los vecinos que era de origen español, que era francés e incluso sueco. Nadie sabia a ciencia cierta su auténtico nombre, si estaba casado, si tenía hijos o cual era realmente su profesión. La única verdad conocida por todos era que el barrio se despertaba cada mañana con la singular melodía de un piano. Que las flores se regaban con sus notas, las máscaras sonreían al oírlas, los niños corrían por sus pentagramas y que los gondoleros cantaban cada vez que por los cercanos canales pasaban.
Pintaba Venecia con su música. Su única manera de seguir observando el mundo era componiendo sus propias piezas musicales, dibujando de nuevo cada rincón de la isla y coloreando todos los recuerdos que le quedaban. Allá en lo alto de esa casa había una máquina con la que podía vencer su nula visión. Mientras sus dedos tocaban las teclas amarillentas del piano él bajaba y compraba el periódico, se tomaba su matinal cappuccino viendo a la gente pasear, mirando a los turistas pasar de un lado para otro y los gorriones picotear las migajas de sus tostadas. De vez en cuando daba una vuelta por el Gran Canal. Se montaba en vaporetto sólo para ver más de cerca las roídas fachadas de los palacetes, fijarse bien en la manera de sostenerse en pie sobre las góndolas o echarle un ojo a esas típicas extranjeras del norte en minifalda. Le gustaba también subir alguna que otra vez al campanario de San Marco porque aseguraba que los atardeceres venecianos eran los únicos capaces de hacer sombra a los granadinos. Antes de dormir no pasaba por alto el hecho de tomarse un buen trozo de pizza sentado en un banco o en los escalones de algún puente, más bien alejado de molestas luces, sólo para observar con más precisión si la Osa Mayor se veía con luna llena. Hasta las ratas que corrían por las calles maldecían el momento en que se fuera a acostar, pues sólo cuando soñaba la ciudad desaparecía. Lo que pasa es que cuando no tenía los ojos adormilados por el sueño regalaba una noche entera de música sólo para que los rezagados de madrugada pudiesen volver a sus casas y conciliar así una futura resaca.


Hoy estaba nublado. Tal vez sea porque está cansado, porque tiene frío o porque se ha enamorado, a este humilde pianista que con tanto brío un río de curiosidades nos ha regalado yo me río y le digo: ¡¿Dejaras Venecia cuando la muerte a tu piano haya alcanzado?!