La fábula del león alado

Existe una escultura de bronce muy grande, fría y feroz que representa a un gran león alado, símbolo de Venecia, situada frente el mar. Imponente como ella sola, guarda la costa con su dura piel oscura divisando el horizonte más allá de las demás islas.

Cuenta la leyenda que, siendo la ciudad más joven, un león dominaba las aguas de la laguna con su majestuosa porte felina. Su tamaño era colosal, su fuerza equivalía a la de mil hombres y en sus ojos ardía una inmortal tormenta salvaje. De su largo lomo dorado le crecían dos grandes alas emplumadas con las que surcaba los aires de la pequeña región y se movía así de isla en isla. Vivía tranquilamente allá donde se le antojaba pues era amigo de todos los habitantes de la zona. Cada semana una familia distinta le cocinaba grandes manjares para saciar su gran apetito. El león alado les protegería cuando en tiempos de guerra el archipiélago en peligro se pusiera, así que debían ser buenos y amables con él. Ningún enemigo o invasor había puesto un pie en Venecia, ya que si algún violento barco se aproximaba más de la cuenta sus pesadas garras caerían sobre él. Conocida era en todo el Adriático su temible ira y su eterna valentía.
Un buen día de otoño, poco antes de que el invierno hiciera caer las últimas hojas secas de los árboles, nuestro león se encontraba durmiendo entre unas rocas cerca del margen oriental de la isla. Había hecho una tarde extraña, se habían levantado vientos desagradables que llegaban del interior del mar y el cielo se cubría de espesas nubes grisáceas que intentaban comerse lo poco que quedaba del azul matinal. Se hizo la noche y unas manchas más oscuras que el propio cielo aparecieron en el horizonte. Arcas hechas de madera negra y hierro forjado se acercaron a Venecia con la velocidad del rayo y dispararon flechas contra los guardacostas. Con el rugido de las olas, las afiladas zarpas de león se avalanzaron desde las alturas causando estragos entre los corsarios negros. La gran bestia plantaba cara a todos los barcos a la vez y era como si una enorme tempestad luchara por derribar a los intrusos con una furia sin igual. Las naves emprendieron una huida desesperada y fue entonces cuando apareció del interior del buque principal una dama alta, de piel blanca y largos cabellos oscuros que proyectó desde su vara metálica un haz de luz roja atravesando al animal. Ella habló en voz alta y le dijo: -Eres preso de mi maldición. Cada vez que a un hombre quites la vida tu cuerpo se ira convirtiendo poco a poco en bronce. ¡Así dará fin tu gobierno en las islas!
Las naves enemigas desaparecieron esa misma noche y el león quedó tendido en el suelo de la gran plaza. Cansado y dolorido, estuvo varios días bajo el cuidado de los alquimistas de la ciudad pero no consiguieron que disminuyese su agonía. Pasaron un par de semanas y el cielo se volvió a encapotar, todo volvió a oscurecerse y un viento huracanado traía ahora una lluvia fría y abundante. Arcas negras se abalanzaron contra las defensas destruyendo todo a su paso y quemando todo aquello que podían. Intentaron impedirlo pero el león echó a volar sobre los tejados con sus huesos ardiendo y sus ojos sufriendo por todo lo que veía. Más feroz que nunca fue exterminando uno por uno a todos los que gozaban viendo arder la ciudad, barco por barco sembrando su locura, corría y corría, volaba, mordía, rugía, nada se le interponía. Su cuerpo se lamentaba poco a poco, se ennegrecía, su piel se endurecía y sus ojos se apagaban. Cada vez le costaba más moverse, el dolor le retorcía las entrañas pero continuaba protegiendo la ciudad. Los niños refugiados tras sus ventanas veían ahora a un demonio de metal oscuro terrorífico e implacable que hacía hundir la madera y flotar los cañones. Agonizaba, moría lentamente con sus venas de cobre fundido que paralizaban sus pezuñas como un veneno mortal. La lluvia evaporandose sobre su lomo alado lo envolvía en una niebla de odio y miedo. Hasta el último de los asaltantes venció y derribó hasta que cayó finalmente en la cubierta del gran buque negro derrotado y malherido. Casi inconsciente, inmóvil y helado quedó el león frente los pies de la superviviente. La Bruja del Este, aun malvada, se encontraba asustada por el valor y fuerza que la bestia había mostrado. Clavó su horrible arma punzante es su estómago y echó al aire la típica risa malévola de la maligna victoria. Las llamas que lucharon contra la lluvia conseguían devorar la ciudad y alumbraban la escena reflejandose en el cuerpo del caído y en los ojos de la Bruja que se disponía ahora a entrar en Venecia. El viento cambió, la luna se asomó entre las nubes y una forma casi de cristal con reflejos blanquecinos y roja como el fuego se descubrió de entre las sombras y se interpuso frente la malvada hechicera. Aun le quedaba una vida por quitar antes de que se llevaran la suya. La sombra y la llama zambulleron a la Bruja en el mar y allí encontró su final entre las fauces de un león.

La paz reinaría por siempre en el lugar. Una gran escultura de bronce oscura y verdosa como las aguas fue rescatada del fondo del mar y situada en la orilla oriental de la isla. El sacrificio de un valiente haría retroceder hasta el más ruin de los villanos.



Si alguna noche de luna llena caminas por Venecia cuando reine el silencio mira de vez en cuando los tejados, pues dicen que trae buena suerte encontarse recortada en el cielo la silueta alada de una gran figura. Y recuerda que, aun siendo doloroso, vale la pena luchar por aquello que más quieres.

2 comentarios:

Unknown dijo...

En mi historia, la hechicera lloraría. No sé por qué. Probablemente ni ella lo supiera.

Me ha sumergido y me ha hecho seguir su ritmo a su antojo. Ya te lo he dicho: me encanta. Mañana lo volveré a leer.

Buona notte. Il giovedì c'è la luna piena.

Lorena Ponce dijo...

Estas historias hacen q veamos Venezia mas bonita, si todavía se puede. Ahora mirare la estatua de bronce del León Alado con otros ojos.