Nublada con Satie

Había un piano en una alcoba de un pequeño piso cerca de la torre del reloj en San Marco. La casa era enmoquetadamente antigua, sus paredes empapeladamente barrocas y su luz era, cómo decirlo, tizianamente oscura. En ella habitaba un alto pianista que había ido perdiendo poco a poco el sentido de la vista con la edad. Pasados los 50 cayó finalmente en el pozo negro de la absoluta ceguera donde, por suerte, no se lastimó su noble afición por la música.
Murmuraban los vecinos que era de origen español, que era francés e incluso sueco. Nadie sabia a ciencia cierta su auténtico nombre, si estaba casado, si tenía hijos o cual era realmente su profesión. La única verdad conocida por todos era que el barrio se despertaba cada mañana con la singular melodía de un piano. Que las flores se regaban con sus notas, las máscaras sonreían al oírlas, los niños corrían por sus pentagramas y que los gondoleros cantaban cada vez que por los cercanos canales pasaban.
Pintaba Venecia con su música. Su única manera de seguir observando el mundo era componiendo sus propias piezas musicales, dibujando de nuevo cada rincón de la isla y coloreando todos los recuerdos que le quedaban. Allá en lo alto de esa casa había una máquina con la que podía vencer su nula visión. Mientras sus dedos tocaban las teclas amarillentas del piano él bajaba y compraba el periódico, se tomaba su matinal cappuccino viendo a la gente pasear, mirando a los turistas pasar de un lado para otro y los gorriones picotear las migajas de sus tostadas. De vez en cuando daba una vuelta por el Gran Canal. Se montaba en vaporetto sólo para ver más de cerca las roídas fachadas de los palacetes, fijarse bien en la manera de sostenerse en pie sobre las góndolas o echarle un ojo a esas típicas extranjeras del norte en minifalda. Le gustaba también subir alguna que otra vez al campanario de San Marco porque aseguraba que los atardeceres venecianos eran los únicos capaces de hacer sombra a los granadinos. Antes de dormir no pasaba por alto el hecho de tomarse un buen trozo de pizza sentado en un banco o en los escalones de algún puente, más bien alejado de molestas luces, sólo para observar con más precisión si la Osa Mayor se veía con luna llena. Hasta las ratas que corrían por las calles maldecían el momento en que se fuera a acostar, pues sólo cuando soñaba la ciudad desaparecía. Lo que pasa es que cuando no tenía los ojos adormilados por el sueño regalaba una noche entera de música sólo para que los rezagados de madrugada pudiesen volver a sus casas y conciliar así una futura resaca.


Hoy estaba nublado. Tal vez sea porque está cansado, porque tiene frío o porque se ha enamorado, a este humilde pianista que con tanto brío un río de curiosidades nos ha regalado yo me río y le digo: ¡¿Dejaras Venecia cuando la muerte a tu piano haya alcanzado?!


3 comentarios:

Unknown dijo...

He intentado dejarte un comentario, pero la tos interrumpe mis pensamientos.

Me llama la atención el "más bien alejado de molestas luces", siendo que la luz en Venecia es, si me permites decirlo, perfecta. Venecia tiene unas luces indescriptibles, pero intentaré acercarme. Tiene una luz de amanecer mágico; una luz de día tenue; una luz de atardecer melancólico.

Pero lo que más me sorprende es que su luz de noche, aunque artificial, sigue siendo perfecta. Alguien, un mago, un poeta, o tal vez un pianista ciego, ha tenido el tacto suficiente como para no romper ese precioso equilibrio. Ha sabido calcular (aunque probablemente sentir) cuál es la luz necesaria en cada rincón de Venecia. Ha sabido palpar las necesidades de cada calle, de cada rincón y de cada plaza, para que no le sobre ni le falte la luz de una vela. Alguien, un humano (o tal vez no), ha sido capaz de dejarte un rincón oscuro en esta ciudad, allá donde lo necesites, para cuando lo necesites. Y eso está muy bien. Y pasa en muy pocos lugares.

Pero, por supuesto, en Venecia sí.

Anónimo dijo...

Manu, eres maravilloso

Anónimo dijo...

Me sumo a lo de Leti